Inti Raymi, Fiesta Inca del Sol en Cusco, Perú
Por Maria del Carmen Valadés (Antropóloga peruanista)
En el Huacaypata espera el Inca que salgan los primeros rayos de sol. Ha pasado tres lunas meditando y en ayuno, para recibir a su padre, el dios Inti, el Sol.
En este día él, al igual que todos los representantes del Tahuantinsuyu, su gran «Imperio de las Cuatro Regiones», que han acudido junto a él, van a rendirle la más grande pleitesía, a orarle y pedirle que no se marche lejos y beneficie con su energía los sembrados de papa y maíz.
El Tahuantinsuyu está en su esplendor; corre según los cálculos que unos desconocidos aún hacen muy lejos, al otro lado de ese universo de agua a la que los Incas llaman Mama Cocha, el siglo XIV de su era cristiana, y la ciudad del Q´osqo es el centro del mundo conocido. Desde aquí, el Huacaypata, el «Lugar del Llanto», se irradian, a modo de cuatro sectores de un infinito círculo, las cuatro partes de su gran poderío: el Antisuyu (selva), Collasusyu (altiplano), Chinchaysuyu (costa) y Cuntisuyu (sierra). Este gran territorio vive regido por un principio religioso: la Cosmovisión Andina, la interpretación del runa, el hombre, como un reflejo del cosmos en el que está integrado. Adoran a Huiracocha, dios creador de todo, a su hijo Inti, el Sol y todos los entes de la Naturaleza por sagrados, por proveedores de energía y bienestar, o temibles si se les causa daño.
Poco tiempo permanece solo el Inca. Junto a él acuden sus sacerdotes y los nobles del imperio, para comenzar lo que podríamos llamar una «algarabía de llanto» dedicada al sol en cuanto éste aparece sobre los techos de los templos que rodean la plaza. Es la hora: tras los gritos y lamentos de sumisión al Sol, se dirigen a la plaza contigua, Cusipata ó «Lugar de Regocijo», para celebrar con risas y cantos y más tarde al Templo del Coricancha («Recinto de Oro») para comenzar sus oraciones, alabanzas y ritual en honor de ese sol que convierte a las tinieblas en día, la muerte en vida, lo yermo en fértil. Pero antes, el gran sacerdote expone un pectoral cóncavo de oro a los primeros rayos diurnos, para que su calor prenda una tea hecha con algodón en su centro y dé nueva vida al fuego sagrado que se prenderá en el centro del Huacaypata, y que durante un año arderá sin descanso, hasta la próxima celebración de esta gran Fiesta del Sol: el Inti Raymi.
Llevo tres días en el Cusco. Cuando llegué ya se respiraba el aire de fiesta andina; cientos de personas venidas de los cuatro extremos del Perú ya comenzaban sus desfiles bailando huaynos de la sierra, sayas del altiplano, marineras de la costa, yaravís de la selva… Apenas puedo creer que hayan pasado más de seiscientos años en esta ciudad de piedra prehispánica desde que, primero los Incas y después sus herederos celebrasen, como hoy, este ritual dedicado a su dios superior, Inti, el Sol, cada comienzo del solsticio de invierno. La fiesta comenzaba el vigésimo primer día del séptimo mes de su calendario, que ahora corresponde con nuestro 24 de Junio y es cuando el sol comienza a estar más lejos. Es la época de siembra y hay que rogar al astro que no permanezca mucho tiempo alejado y regrese pronto a beneficiar con su energía y calor los cultivos. Esto sólo ocurrirá si nosotros, sus hijos, nos lo merecemos.
Las tres lunas que se suponen de ayuno, las he pasado entre fiestas, danzas y «tragos» de chicha, la bebida ritual inca. Aquí dicen que no hay creencia sin fiesta, ni fiesta sin trago, y cuán verdad es. La chicha sirve para conectar con lo espiritual, aunque hoy también sirve para alegrar una espera en la que nadie descansa; tras los desfiles por todo el Cusco durante el día, se pasa al regocijo por la noche en la plaza que, por este motivo lleva dicho nombre. Cantos y risas sonoras dan paso a charlas relajadas: es hora de recuerdos, de relatos de sus antiguas leyendas de épocas incluso anteriores a sus padres, los Incas. Entre los corrillos de los jefes locales, los varayuc, escucho sus evocaciones: «Mi abuelo era chasqui, corría por todos los caminos llevando mensajes del Inca. Un día el río se levantó y lo hizo cabalgar sobre él hasta un lugar de oro. Era una ciudad sagrada, donde descansaban los huayques de nuestros abuelos. Allí quedó convertido en estatua dorada, para cuidarlo. Fue mandato de Huiracocha, nuestro dios padre»… Imposible dormir, entre tanta magia en esta ciudad. Con «resignación», me sumo a la alegre espera del día sagrado.
Por fin está amaneciendo. Inti ha asomado y es hora de acudir al Coricancha a saludar al dios-sol-día, que con esta advocación pasa a llamarse P´unchau. El Inca guarda celoso en el Templo un gran disco de oro que representa al sol-día.
Cubierto por un tocapu ó túnica de láminas de oro, acude frente a él. Cuando los rayos del Sol se reflejan en el gran P´unchau, caen sobre el Inca, que brilla como el mismo Inti. En este momento, todos, congregados en el Inticancha, el jardín sagrado, sembrado con frutas de oro para Inti, lo adoran como hijo del Sol: Intiq Churin, con grandes reverencias. La acllas, vírgenes del Sol, entonan dulces cánticos en honor de padre e hijo, mientras le llevan dos q´eros ó vasos rituales con chicha. Uno lo eleva al Sol y lo bebe; otro lo ofrece al pueblo. Estos le ofrecen sus danzas guerreras, sobre un pie, por todo el Inticancha.
«¡A, qhapaq apu Inti, taytayku! Qosqopi, kay huillka huasiyikimanta pachan, Killahuan, Illapahuan, Qhaqyahuan ima tiyasqaykimanta, Tahuantinsuyupi tiyaq huayhuayqiqunan, raymiyki p´unchaupi, ullpuykuspa napaykamuykiku.»
(¡Oh, dios Sol, padre nuestro! Desde esta tu mansión sagrada del Cusco, donde habitas con la Luna, el Rayo y el Trueno, tus hijos del Imperio de las Cuatro Regiones te saludamos reverentes en tu día jubilar).
El Inca da comienzo al ritual sagrado, compartiéndolo con todo su pueblo. Hoy es el día del Sol y sus hijos. Hoy todos son huayques, hermanos, y como tales deben permanecer unidos, por el bien del Imperio, pues se avecinan tiempos duros. El Huillac Uma, sumo sacerdote, ha profetizado la llegada de extraños y quizá el fin de esta era del Sol.
Cuando llego al Inticancha, me doy cuenta de que ya no soy una «gringa» en un país al que nosotros llamamos desde hace unos cuantos siglos Perú. También hoy somos aquí todos Huayques, hoy estoy en el Tahuantinsuyu. Todos vestimos el poncho rojo del Cusco con los siete colores del arco iris: Cuichi, símbolo del mundo Inca. El ritual lo celebraba en su tiempo el rey jefe ó Sapay Inca. Con la desaparición de la dinastía gobernante, la fiesta no murió. Aunque los españoles instauraron los ritos cristianos, junto a ellos, y también por separado, continuaron celebrándose los rituales indígenas, de manera que el Inti Raymi siguió vivo entre la población quechua y mestiza del Cusco. Por eso, no estoy asistiendo a una representación, sino a un ritual verdadero. Los cusqueños siguen practicando la religión del Sol, lo adoran y respetan, así como a los dioses menores que lo acompañan: el rayo ó Illapa, la Luna ó Quilla, las estrellas ó Qoyllur, el arco iris ó Cuichi, la madre agua ó Mamacocha, etc.
El Sapay Inca que hoy ora en quechua ante el Sol es un cusqueño elegido por el pueblo para representar a su antepasado. Normalmente esta persona tiene sangre inca, e incluso lleva sus apellidos, como Inca Roca, Pachacútec… Ahora no hay nada mestizo, sino inca: la vestimenta, los alimentos, el lenguaje y esto incluye a los que venimos de lejos para integrarnos en esta fiesta sagrada. A todos nos invita el Inca a acompañarle ahora hasta Sacsayhuaman, que en su tiempo fue el gran templo del Sol en la parte alta del Cusco, para realizar los augurios para el nuevo año agrícola y el sacrificio de ofrenda a Inti.
El Cusco estaba dividido en dos partes: una inferior ó Hurin y otra superior, o Hanan, más noble. El Coricancha se encuentra en el Hurin Cusco y, aunque hoy creemos que éste era el templo más importante dedicado al Sol, en realidad este honor debió corresponderle a Sacsayhuaman, que se encuentra en el Hanan Cusco.
Del templo de Sacsayhuaman, lamentablemente no queda más que su grandiosa triple muralla que representa la figura de Illapa, el rayo. Tras ella se levantaban tres grandes torreones, uno de ellos con la forma del sol, circular con rayos irradiantes desde su perímetro. Sus piedras forman ahora parte de los basamentos de construcciones en la ciudad. Pero la muralla se conserva desafiante al tiempo y a los sucesivos terremotos que no han movido apenas un ápice sus ciclópeas piedras, encajadas tan perfectamente como las de Machu Picchu y tantos templos Incas que también se conservan, dando a esta región este peculiar encanto del pasado vivo ya para siempre. Esta muralla no era tal, sino la representación del rayo, ya que los dominios de la capital del reino estaban mucho más lejos.
Antes de partir a Sacsayhuaman, el Huillac Uma ha leído los augurios en hojas de coca, su planta sagrada, diciendo al Inca:
«¡A, qhapaq Intiq churin! Ama llakikuychu. Huillka rap´i raykun, misk´itaq kashan chayqa, nihuashanchisku, Inti taytanchispa, khuyaq sonqonhuan; llapantin llaqta runatapas Saqsayhuaman hatun t´inkakuypi, nispa.»
(¡Oh, poderoso hijo del Sol! No te entristezcas. Mediante la hoja sagrada, que está dulcísima, nos dicen que nuestro padre se mostrará generoso contigo y con todo su pueblo en el gran rito de Sacsayhuaman).
Ya los Sinchis esperan en la explanada de Chuquipampa, frente a Sacsayhuaman. Son los jefes del ejército inca, rindiendo armas al soberano divino, que llega sobre unas andas de oro, portado por sus chasquis, los corredores. Tras él en andas también llega la Colla, su hermana y esposa. Representan lo Hanan y lo Hurin, lo masculino y femenino. El Sinchi ordena que entren los guerreros de las cuatro regiones, bajo los estruendos de sus pututus, las caracolas marinas que sirven como medio de comunicación a gran distancia. Y comienza el baile ritual para rendir cuentas de sus conquistas al Inca y para alegrar a Inti.
Aunque me sienta integrada en el mundo quechua, la verdad es que mis pulmones no tienen la capacidad suficiente para soportar la rápida carrera de ascensión a la colina, y, como todos, tengo que chacchar unas hojas de coca para no quedarme atrás, ¡estamos a más de 3.400 metros de altitud!
Ahora veo que es verdad el dicho de que el quechua aprende antes a correr que a andar. Para ellos no hay problema, pueden correr ascendiendo más de mil metros, a una altura de cuatro mil metros sobre el nivel del mar en menos de media hora y su corazón sigue latiendo a su ritmo. Tienen de medio litro a uno más de sangre que los de foráneos y los pulmones más grandes. Realmente, forman parte de este cosmos, en estos verticales Andes.
Cuando recorro con la vista lo que va ocurriendo a mi alrededor, decido que no puedo ser observadora, que no estoy viviendo en un tiempo muy posterior al que consideráramos terminada la época incaica, en un presente en que la Naturaleza se queja de nosotros, el Sol se duele y los animales se esconden y mueren. Todos los que estamos participando en los rituales nos descubrimos a nosotros mismos rogando al Sol, pidiéndole perdón por el daño que estamos causando a las Huacas, que son todos los lugares sagrados en la Naturaleza. Ciertamente, para el quechua, cada rincón, cada arroyo, cada árbol, montaña, río, es sagrado, es una huaca. La cosmovisión inca ha perdurado en el tiempo porque no es un pasado; es el sentir del andino.
Sumergida ya en esta cultura, acepto sus costumbres, sus ofrendas y rituales sagrados. Ha llegado el momento del sacrificio de una llama para nutrir de vida a Inti y adivinar sus augurios. El Inca eleva su tumi, el cuchillo ceremonial y abre el pecho del animal, extrayendo el corazón. Al elevarlo al Sol, siente temor por el significado de esta ofrenda. Si el corazón deja de latir, será un año de calamidades para el Imperio, para Cusco, malas cosechas y desgracias. Si continúa latiendo en sus manos, habrá júbilo y prosperidad.
Aquel día de Inti Raymi en que el Inca dudaba de su suerte, el corazón dejó de latir:
«Manan imayna kasqanchista sut´itachu rikuni. ¡Tunkiq sonqon apukuna qahuarihuanchis! ¡Imanaqtinchá! Muchu chihuarqanchis iman…¿Ichas kuskachaq kayta kuskaya kausaytapas qonqaripurqanchis?»
(No veo muy clara nuestra situación. ¡Los dioses nos miran con recelo! ¡Por qué será! Y hasta nos han castigado. ¿Nos habremos olvidado de practicar la justicia y la igualdad?)
El Huillac Uma leyó en las vísceras y vió: «El sebo, la sangre, el corazón y los pulmones dicen que habrá convulsión de gente enemiga…» Malos tiempos esperaban al Tahuantinsuyu, entonces. Pronto llegarían extraños que opacarían el reino del Sol.
Hoy el corazón late con fuerza, ante Inti. Me han contado que la llama ya no es sacrificada, sino dormida, y el corazón que se alza al dios es de res, por cuestiones ecologistas. Otros me dicen que sí es de la llama; quieren pensar que siguen siendo incas. Lo importante es que ahora los cusqueños son huayques, continúan respetando a sus seres sagrados y el Sol sigue satisfecho con ellos. He observado que sus chacras, los terrenos de cultivo, son completamente biológicos. No meten veneno a la Pachamama. No hacen matanza de más animales que los que consumirán en el momento, y tienen por norma sólo matar de uno en uno, pidiendo perdón a su Madre Tierra. El sacerdote continuaba diciendo: «¡Nunca ví, señor, resuello más elocuente ni asupicioso! El dios Sol nos regala larga vida y protección contra todo aquél que osare amenazar tu poder! Eso he visto con mis ojos y el corazón».
Después de la ofrenda de alimentos que los guerreros le hacen al Inca, éste saluda a todos, quechuas y gringos: «¡Todos, cuantos hemos venido a esta gran pascua del Sol, en su día! ¡Y que en esta plaza del Chuquipampa se reúnan todas las sangres, todas las naciones! ¡Que todos seamos una sola voz que llegue potente a todos los confines del Imperio de las Cuatro Regiones! ¡Que viva el padre Sol!» ¡Haylli Inti taytapaq!
El Cusco comienza un dulce ocaso, y descendiendo hacia el Huacaypata, soy empujada tímidamente hacia los corrillos de bailarines, que avanzan con sus imposibles pasos de huaynos en una pedregosa pendiente. «¡Allillanchu -les saludo yo también- Intiq churinkuna! ¡hijos del Sol!»
Entre estos muros incas, sobre los que los españoles colgaron balconadas mudéjares, una siente el palpitar del neo-incario; no se trata de volver a un pasado quimérico, una nostalgia de lo que no pudo ser. Cusco ha seguido siendo inca en sus entrañas y con toda la naturalidad, ha elegido el camino lento de su desarrollo interno; modernizada a través de la cultura académica, adapta su devenir a la concepción de un mundo donde no existe el tiempo; para los Incas, el pasado y el futuro no existía, todo se resumía en el presente vivido y cada cierto tiempo se vive un Pachacútec ó volteo del mundo, una vuelta al orden existente en un principio. Esto es lo que los cusqueños están viviendo en esta época, su Pachacútec, su reconocimiento en voz alta de la esencia inca, de la identidad de un pueblo integrado en la Naturaleza.
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