Primer Premio de Reportajes Club Marco Polo: El Efecto Bloque
El primer premio ha sido para Toni Guiral:
La vuelta de los viajes es siempre dura. Enfrentarse nuevamente con la rutina y la nostalgia de lo vivido son patologías comunes del viajero empedernido. La receta más extendida quizás es alargar el viaje de otra forma: ver las fotos, guardar las guías, siempre llenas de anotaciones, entradas y postales útiles como improvisados puntos de lectura, colocar objetos traídos de lejanos confines, releer los diarios de viaje inacabados… y los síntomas de recuperación se originan cuando ya estamos pensando en el próximo destino. Sin embargo este año tengo otro síntoma distinto. En vacunación internacional no me comentaron nada al respecto, pero creo que de Perú he traído conmigo algo que me va a costar mucho de limpiar. Yo creo que tengo el Efecto Bloque. Mi preocupación por haberme contagiado por el Efecto Bloque empezó justo después de visitar las ruinas de Rajchi, donde un ínfimo tramo del camino inca recorre todo el yacimiento. El Templo de Huiracocha, orgulloso de mantenerse en pie, captó mi infinita curiosidad. La visión de una base de bloques de piedra perfectamente pulidos y encajados provocó una reacción instantánea en mi mente, llevándola a funcionar a revoluciones disparadas. Ingeniería del pasado llevada a la perfección. Un rompecabezas de piezas únicas e irregulares imposible de poder realizarse en nuestros días.
Al salir del yacimiento noté algo extraño. Mi visión de la realidad se reducía a bloques de piedra. En la carretera, camino a Cuzco, nos encontramos con la antigua puerta de la ciudad. Mi estado de confusión iba a más, volví a ver las mismas estructuras de bloques, en piedras que pesan toneladas. Por la noche, una vez en Cuzco, pude disfrutar de una tregua. Vistas de plazas coloniales con arcadas y formas curvas por doquier rompieron las cuadrículas de mis visiones.
Sin embargo la tregua fue muy corta. El efecto bloque estaba ya demasiado latente. Por la mañana, el templo de Sacsayhuamán me devolvió a mi enfermiza realidad. Allí las visiones de bloques alineados, formando en su conjunto unas líneas serpenteantes bastaron para convencerme que ya estaba atrapado. De nuevo en Cuzco, los restos de Koricancha, el antiguo templo del Sol, jugaron con mi cordura. Soportales de medio punto escondiendo bloques pulidos. Al salir todo fue a peor: calles largas se iban estrechando con muros de bloques enormes, cortados de forma irregular. Me atraían como un imán, tocaba cada junta, contaba los lados de las piedras, disfrutaba de un tacto cálido a finales de un invierno austral. La confirmación de que no sería tan fácil poder salir de esta.
Las ruinas de Pisac y Ollantaytambo contribuyeron aún más a reforzar el Efecto Bloque dentro de mí. La poca voluntad que me quedaba la sacrifiqué allí, disfrutando de este nuevo efecto que me producía bienestar y sorpresa continua. Entonces noté más efectos: tuve visiones de paisajes extraordinarios. Valles colmados de ruinas se mezclaban con montañas ganadas para la agricultura. Y los bloques, siempre presentes, jugando a luces y sombras, demostrando una autoridad sobre el terreno. Toneladas de saber apostadas en montañas altas. Están allí, contradiciendo toda lógica.
Pero los síntomas más fuertes los manifesté, sin lugar a dudas, en Machu Pichu. El paraje se transforma a lo largo del día. A la luz del alba se despierta perezoso y tímido, ocultando parte de su esplendor. Los primeros rayos de un sol escondido entre montañas comienzan a dar vida a los bloques.
Los contrastes son constantes y, andando sobre los bloques del camino inca el paisaje me hace pensar que el Efecto Bloque quizás es un hechizo. No puedo volver atrás, me tiene preso, pero bajo un confinamiento deseado y agradable.
La vuelta de los viajes es siempre dura. Enfrentarse nuevamente con la rutina y la nostalgia de lo vivido son patologías comunes del viajero empedernido. La receta más extendida quizás es alargar el viaje de otra forma: ver las fotos, guardar las guías, siempre llenas de anotaciones, entradas y postales útiles como improvisados puntos de lectura, colocar objetos traídos de lejanos confines, releer los diarios de viaje inacabados… y los síntomas de recuperación se originan cuando ya estamos pensando en el próximo destino. Sin embargo este año tengo otro síntoma distinto. En vacunación internacional no me comentaron nada al respecto, pero creo que de Perú he traído conmigo algo que me va a costar mucho de limpiar. Yo creo que tengo el Efecto Bloque.
Mi preocupación por haberme contagiado por el Efecto Bloque empezó justo después de visitar las ruinas de Rajchi, donde un ínfimo tramo del camino inca recorre todo el yacimiento. El Templo de Huiracocha, orgulloso de mantenerse en pie, captó mi infinita curiosidad. La visión de una base de bloques de piedra perfectamente pulidos y encajados provocó una reacción instantánea en mi mente, llevándola a funcionar a revoluciones disparadas. Ingeniería del pasado llevada a la perfección. Un rompecabezas de piezas únicas e irregulares imposible de poder realizarse en nuestros días.
Al salir del yacimiento noté algo extraño. Mi visión de la realidad se reducía a bloques de piedra. En la carretera, camino a Cuzco, nos encontramos con la antigua puerta de la ciudad. Mi estado de confusión iba a más, volví a ver las mismas estructuras de bloques, en piedras que pesan toneladas. Por la noche, una vez en Cuzco, pude disfrutar de una tregua. Vistas de plazas coloniales con arcadas y formas curvas por doquier rompieron las cuadrículas de mis visiones.
Sin embargo la tregua fue muy corta. El efecto bloque estaba ya demasiado latente. Por la mañana, el templo de Sacsayhuamán me devolvió a mi enfermiza realidad. Allí las visiones de bloques alineados, formando en su conjunto unas líneas serpenteantes bastaron para convencerme que ya estaba atrapado. De nuevo en Cuzco, los restos de Koricancha, el antiguo templo del Sol, jugaron con mi cordura. Soportales de medio punto escondiendo bloques pulidos. Al salir todo fue a peor: calles largas se iban estrechando con muros de bloques enormes, cortados de forma irregular. Me atraían como un imán, tocaba cada junta, contaba los lados de las piedras, disfrutaba de un tacto cálido a finales de un invierno austral. La confirmación de que no sería tan fácil poder salir de esta.
Las ruinas de Pisac y Ollantaytambo contribuyeron aún más a reforzar el Efecto Bloque dentro de mí. La poca voluntad que me quedaba la sacrifiqué allí, disfrutando de este nuevo efecto que me producía bienestar y sorpresa continua. Entonces noté más efectos: tuve visiones de paisajes extraordinarios. Valles colmados de ruinas se mezclaban con montañas ganadas para la agricultura. Y los bloques, siempre presentes, jugando a luces y sombras, demostrando una autoridad sobre el terreno. Toneladas de saber apostadas en montañas altas. Están allí, contradiciendo toda lógica.
Pero los síntomas más fuertes los manifesté, sin lugar a dudas, en Machu Pichu. El paraje se transforma a lo largo del día. A la luz del alba se despierta perezoso y tímido, ocultando parte de su esplendor. Los primeros rayos de un sol escondido entre montañas comienzan a dar vida a los bloques.
Los contrastes son constantes y, andando sobre los bloques del camino inca el paisaje me hace pensar que el Efecto Bloque quizás es un hechizo. No puedo volver atrás, me tiene preso, pero bajo un confinamiento deseado y agradable.
De vuelta a Cuzco intenté buscar los consejos y curaciones de algún chamán. Fue en vano. Pregunté a los herbolarios, contacto con los humanos y los místicos. Sabios conocedores de encantos, me miraban con una sonrisa en los ojos. Capté en ellos aquellas palabras que no pronunciaron: el Efecto Bloque será eterno, como demostración del imperio que se mantiene, bajo otros nombres, costumbres y tradiciones.
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