Tercer Premio Reportajes Club Marco Polo 2010: El hechizo de las ruinas de Siria
El tercer premio corresponde a Matías Recio, con el siguiente relato:
Confieso que Siria siempre me llamó la atención. No sólo por las evocaciones del Damasco de los Omeyas, el exotismo del mundo árabe o el encanto y misterio de lo oriental, que la literatura, cine y prensa han hecho tan atractivos para nosotros, los occidentales, siempre a la busca de nuevas sensaciones y evasiones, sino por su riqueza histórica. Y es que en verdad el tópico de Siria como encrucijada de culturas es cierto.
No todos los días uno tiene la oportunidad de visitar la cuna de civilizaciones perdidas, y pisar el suelo sobre el que 5.500 años antes los sumerios construyeron Mari, experimentar la misma sensación que los mercaderes cananeos tuvieron al atravesar la puerta monumental de piedra de Ugarit, o contemplar en Latakia el mismo mar Mediterráneo por el que por primera vez se adentraron los navegantes fenicios.
Descubrir asombrados las dimensiones del teatro romano de Bosra –que se conserva intacto- , quedarse boquiabierto ante la increíble perspectiva de la vía columnada de Apamea, trazada en medio de la inmensidad de la llanura desértica, pasearse por las murallas sobre el Éufrates de Dura Europos, disfrutar de la soledad y el hechizo de la ciudad abandonada de Rusafa, nos hacen recordar que otrora Asia Menor y Siria fueron fecundos baluartes de la cultura helenística, romana y bizantina, herencia sin la que es imposible explicarse el posterior apogeo cultural del Islam, una vez que los musulmanes conquistaron estos territorios. No en vano el mismísimo Mahoma asimiló de los monjes nestorianos de Bosra los fundamentos del monoteísmo.
Y si hablamos de monjes, una de las visitas más curiosas en Siria es Qalaat Samaan. Pero seguro que nos ubicaremos mejor si hablamos de la basílica de San Simeón el Estilita. Sí, el mismo anacoreta en que se inspiró Buñuel para su “Simón del desierto” y que vivía en lo alto de una columna. De echo, el pilar sobre el que se elevaba aquella columna aún se puede ver, y si te encaramas y tocas su cúspide, cuenta la leyenda, que se cumplirá -¡cómo no¡- el deseo que solicites.
Pero la autentica joya de Siria sin duda es Palmira. Perderse entre sus ruinas al amanecer o al atardecer, es una experiencia difícil de describir. Llegamos a media tarde, cuando el sol ya había empezado a perder su fuerza, y tan sólo con estar delante del Arco Monumental que da acceso a la Gran Columnata nos dimos cuenta de que estábamos en un lugar mágico. A nuestras espaldas el imponente Templo de Bel, hogar de la principal divinidad palmirense, equiparable al Júpiter romano. Enmudecidos por la belleza del instante seguimos adelante. Una luz dorada acariciaba las columnas del decumano máximo, la vía principal de la ciudad, que por sus laterales se abre al agora y al teatro, al que se accede por un pasadizo abovedado que desemboca en un exquisito graderío y escenario, donde no es difícil dejar volar la imaginación para trasladarse al pasado y ver a la reina Zenobia presidir alguna representación.
Zenobia, la reina más famosa de oriente, -con permiso de la reina de Saba-, ha alimentado todo tipo de leyendas románticas en torno a Palmira. Allá por el año 272, después de asesinar a su marido -según cuentan- y convertirse en regente, junto a su amante el general Zabbas, se sublevó contra la todopoderosa Roma, provocando la intervención del emperador Aureliano, que acabó asaltando y saqueando Palmira. Me van a perdonar que no me ponga de parte de Zenobia, pero en mi opinión, con su ciega ambición fue la responsable de la ruina de Palmira, al desafiar a Roma, poniendo fin a largos lustros de colaboración y paz que habían permitido el progreso y florecimiento de la ciudad como centro comercial. Pero algo tendría la bella señora, ya que según la historia, el emperador no la ejecutó tras capturarla a orillas del Éufrates tras su huida de Palmira, sino que la trasladó como cautiva a su residencia en Tívoli, donde se dice acabó sus días.
Reconstruida Palmira, el emperador Diocleciano estableció un campamento militar donde antes se encontraba el palacio de Zenobia. Hasta él llegamos después de atravesar la plaza oval donde se encuentra el Tetrapilon, conjunto de dieciséis hermosas columnas de granito rosa que se yerguen agrupadas en pedestales de a cuatro. A partir de aquí los turistas no suelen adentrase más, por lo que es muy fácil disfrutar en soledad del paseo hasta el templo funerario excavado por una expedición japonesa en los años 60, que precede a lo que fue el palacio de Zenobia. Y al fondo, sirviendo siempre de marco en luminosos tonos ocres, las torres que servían de necrópolis a los aristócratas palmirenses y el castillo Ibn Maan, que corona una colina desde la que se puede contemplar una encantadora panorámica del oasis de Palmira, las ruinas y el desierto.
Armados de una pequeña linterna salimos ya oscurecido el día a disfrutar de otro paseo por las ruinas. Iluminados por la luna nos recostamos sobre el Tetrapilon observando emocionados la noche, y nos explicamos porque los palmirenses llamaron a Bel el dios del cielo estrellado. Al amanecer, por supuesto volvimos. No nos podíamos perder la luz que con la salida del sol inunda la solemne majestad de lo que un día fue Palmira. Para terminar, un agradable desayuno en la terraza del Hotel Zenobia, literalmente al pie de las ruinas y por tanto con unas vistas inmejorables. Este hotel, como todo en Palmira, tiene también su historia con otra mujer legendaria como protagonista. Fue regentado por la condesa D’Andurain, una francesa de origen vasco que llegó a Palmira en compañía de su amante, un mayor británico, que al poco se suicidaría, cuenta la leyenda, cumpliéndose la maldición que acechaba a los amantes que se abrazaban a cierta columna de Palmira. En 1933 intentó ser la primera mujer occidental en entrar en La Meca, para ello se casó con un beduino, pero su aventura fracasó, fue encerrada en un harén, su marido de conveniencia murió en extrañas circunstancias y por poco se libró de morir lapidada. Después de la IIWW, durante la cual también se dice que fue espía y traficó con opio con los nazis, fue a morir violentamente en Tanger en 1948.
Días después, instalados en los vetustos sillones de la cafetería del hotel Barón en Alepo, después de haber visto las habitaciones en que se alojaron Lawrence de Arabia y Agatha Christie, comentamos con una cerveza en la mano, que no era de extrañar que con tantas historias y vidas apasionantes, la escritora británica encontrase inspiración para sus misterios novelescos en esta Siria milenaria.
Como milenarias son Alepo y Damasco, las ciudades más antiguas aún habitadas de la tierra, pero sus abigarrados zocos, la reluciente mezquita Omeya en Damasco, las intrincadas calles del barrio cristiano, sus ciudadelas, karavansares y palacios, o sus amables gentes, son otras historias…
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